Descripción
Un libro que revela un perfil hasta ahora poco conocido de Juan Larrea, el gran poeta español.
Anticipo: Prólogo de Benito del Pliego
Prólogo
El Larrea de Cabral: una lectura reversible
Benito del Pliego
Quizás de todos los elementos que se yuxtaponen en torno a Juan Larrea
el más atractivo termine por ser su propia biografía. Y tiene sentido en
cuanto él mismo termina por apoyar su monumental obra sobre circunstancias
indisociables de su propia existencia. La cosa es mucho más compleja,
pero, puestos a definir la piedra filosofal de este vasco entusiasmado
por el Nuevo Mundo, tendríamos que remitirnos a la formulación de
una convicción profundamente arraigada en él desde los tiempos de Orbe:
puesto que el sujeto y el mundo no son realidades en absoluto diferenciables,
el conocimiento del primero de los ámbitos equivale al del otro siempre
y cuando el sujeto sepa leer su experiencia de acuerdo al código general
(al lenguaje) del mundo. Esta perspectiva le permitió hacer que cualquier
fenómeno sobre el que se detiene su atención (por ejemplo, la captura de
una paloma) fuese un signo trascendente que clarifica la dirección hacia la
que se inclina la vida… De algún modo, su convicción (pese a la abismal
distancia que la separa de las creencias que uno puede profesar en público)
parece seducir a todos los que hemos puesto el ojo en su escritura con un
mínimo de atención. Eso, insisto, es lo que hace que la biografía de Larrea
tenga tanto imán: si Larrea estuviese en lo cierto y aquella paloma que
encontró en 1933 junto al ábside de Chartres fuese en realidad un signo
de cierta promesa, y la muerte de Vallejo significase lo que dice Larrea
que debe significar, y el Guernica realmente apuntase a la gestación del
Nuevo Mundo hacia el que toro y madre e hijo dice que marchan; y si el
Apocalipsis de San Juan fuera, como él pretende, el documento que garantiza
que, efectivamente, nos espera un nuevo mundo a la altura de las
expectativas que el ser humano ha plasmado en sus más altas fantasías…
Bien, esto es mucho soñar, pero si realmente fuera así, la utopía larreana
nos habría salvado. ¿Pero salvado de qué? De eso de lo que con tanta frecuencia tratamos de escapar con la ayuda de multitud de ficciones (nacionales,
literarias, políticas, religiosas, biográficas); el denodado y meticuloso
deseo de Juan Larrea nos devuelve la esperanza de poder escapar de
nuestra propia insignificancia.
Pero no hace falta seguir a Larrea hasta este pináculo –o al menos no
hace falta reconocer nuestra tentación de seguirle– para encontrar el punto
de partida desde el que comenzar a hablar del aporte de Eugenia Cabral
a la sigilosa discusión que rodea a este fascinante exiliado de origen bilbaíno.
Bastaría con tomar la proposición de Larrea a medio camino (el
conocimiento del sujeto equivale al conocimiento de su mundo) y darle la
vuelta (el conocimiento del mundo equivale al del sujeto), para situarnos
en el lugar al que podría llevarnos la lectura de esta Vigilia de un sueño.
Centrándose en torno a Juan Larrea, Cabral consigue dar a conocer otro
orbe, el que surge en el envés del tapiz que debemos trazar para explicar
los detalles de la presencia de Larrea durante casi un cuarto de siglo en la
Córdoba argentina.
Lo que quiero decir es que, aunque este libro se gesta devocionalmente
en torno a la figura del poeta amigo de Vallejo, tiene la virtud de aclarar
su perfil sacando de un fondo hasta ahora prácticamente inexplorado figuras
que permanecían desenfocadas; o, para usar otro símil fotográfico,
podríamos decir que Vigilia de un sueño perfila la figura de Larrea a contraluz
destacando tanto o más el entorno que al personaje.
Así, Larrea se convierte aquí en el polo que concita un no pequeño
número de intereses: la pintura contemporánea, César Vallejo, el surrealismo,
la política argentina, la intelectualidad cordobesa, su universidad…
y también un puñado de personalidades vinculadas a Córdoba (fotógrafos,
artistas, poetas, profesoras) rescatadas de su propio olvido por el amor que
inspira en Cabral el autor de Orbe.
Este es un buen ejemplo de la reversibilidad de los términos que articulan
las páginas de Eugenia Cabral: se acude a los entrevistados para
reconstruir a un Juan Larrea que parece haberse hundido en la penumbra
de la última ciudad de su interminable exilio, pero se rescata, en buena
medida, un pasado colectivo del que apenas si quedan como referente los
restos esparcidos del exiliado español. Esa compleja relación, la de Larrea
con Córdoba, y la de Córdoba con Larrea, es un laberinto en el que nadie
antes había sido capaz de alumbrar.
Los que todavía nos atrevemos a pronunciar la palabra “vanguardias”
(y no somos tantos, aunque sea tanto lo que todos les debemos) estamos
acostumbrados a recordar las andanzas de quienes están asociados a ellas
en el marco cosmopolita de las capitales europeas, sobre todo en París, o
ya entrados en la segunda gran guerra, en las cosmópolis americanas de Nueva York y México D.F Imaginar a un vanguardista como Larrea en la
insular Córdoba no es tan sencillo y quizás esta inserción sea uno de los
aciertos fundamentales de este libro.
Teníamos noticia de los desarrollos de la sorprendente obra de Juan
Larrea durante su estancia en la ciudad, sabíamos –fundamentalmente a
través de la propia mirada de Larrea– de las disputas que intervinieron en
la actividad académica que realizó en la Universidad Nacional, teníamos
noticia del acontecimiento (la muerte en accidente de avión de la primera
hija del poeta, Lucienne) que convierte la biografía de Larrea en un drama
familiar que se prolonga en otra figura también aquí rememorada (la
de Vicente Federico Luy Larrea, nieto y ahijado de Juan Larrea)… Pero
todos estos puntos de luz no eran suficientes para iluminar el escenario
en el que se desenvolvieron los últimos veinticuatro años de vida de Juan
Larrea. Sencillamente no teníamos noticia de nadie, excepción hecha de
la profesora Graciela Maturo, que siguiese escribiendo en Argentina sobre
Juan Larrea. Así este exiliado de origen vasco y nacionalidad mexicana
que pasó la mayor parte de su vida (y desarrolló prácticamente la totalidad
de su obra) fuera de España, se está convirtiendo por mor de quienes escribimos
sobre él en una figura fundamentalmente española. Cabral también
contribuye a dar la vuelta a esta situación. Aquí Larrea aparece a una
luz que en la lectura que se ha venido haciendo desde la Península apenas
se contempla. Si tenemos en cuenta que el exilio es un fenómeno que tiene
(al menos) dos caras, Cabral gira la moneda para presentarnos el otro perfil;
no el del lugar de origen, sino el que se percibe desde la perspectiva del
país de acogida o residencia y trabajo. O, en otros términos, Juan Larrea es
aquí un inmigrante, no un emigrado. Y esta posición nos ayuda a explicar
las dificultades que afloraron en su relación con la Argentina y también
nos invita a considerar lo que significaron para él las complejas circunstancias
sociales y políticas a las que se encaminaba el país.
Personalmente tengo que reconocer que, en mi propia inmersión en la
obra de Larrea, el capítulo que me resultó más opaco fue, precisamente,
el que centra la atención de esta Vigilia del sueño. No es fácil, para quien
no puede ver los matices desde el interior, manejarse en la maraña política
que forman las dos décadas que median entre la llamada Revolución
Libertadora del 55 y la macabra Junta Militar del 76. ¿Cómo pudo un destacado
militante de la II República Española navegar tan revueltas y ensangrentadas
aguas sin apenas dejar testimonio de lo que ahora sabemos
que ocurría en torno a él? ¿En qué medida afectaron a su ya entonces larga
vida, a su dedicación académica, a su ensayística, las purgas universitarias
y la quema de bibliotecas, los exilios y las desapariciones de sus –podríamos
decir– compatriotas argentinos? Cabral enmarca con fineza no exenta de empatía la figura de Larrea en este complejísimo marco, observando su
trayectoria desde la perspectiva del lugar al que vino a parar Juan Larrea.
Eso nos permite ver, así sea por las pequeñas grietas de lo cotidiano, a una
persona; una persona, no solo un poeta, no un profeta, no un personaje
surgido de su poderosa y esperanzada imaginación; una persona alejada
del utópico destino con que él mismo se invistió. Y sus facciones reaparecen
con la plasticidad de un hombre inmerso en el escenario de una época
sobrada de tragedias, rodeado de otros hombres en los que, pocos –quizás
ninguno– de los interesados en él habíamos reparado antes. O sea,
Eugenia Cabral no solo reincorpora a Juan Larrea sino que también nos
da la posibilidad de adentrarnos en la historia de una ciudad que hasta
ahora resultaba indescifrable para los que leíamos su obra escrita en ella.
Esta misma inversión de términos parece obrar respecto a la propia autora,
y es que hay algo impagable en la limpieza con que Eugenia Cabral
se coloca frente a la figura de Larrea con la misma ingenuidad con la que
dice que un día vio por primera vez un dibujo de Picasso. Su crónica mantiene
esa frescura pese a que no podemos disociarla de la erudición que organiza
en este libro. Esta mirada, que no quiere dejar de traslucir la fascinación
que produce en ella su objeto de contemplación (también en esto es
larreana), nos recuerda de dónde surge la atracción que sigue provocando
la vida y la obra de Juan Larrea: su genuina capacidad para sumarnos, más
allá de cualquier reticencia, a cierta capacidad primigenia de esperanza y
maravilla que el poeta vasco supo identificar con la poesía. Esa mirada, en
la que otros nos podemos ver también reflejados, facilita la última de las
reversiones del autor de Versión celeste, quizás la más importante de todas
desde el punto de vista de lo que puede interesar a un lector no obsesivamente
especializado: Eugenia Cabral no solo nos coloca ante un autor con
interés histórico, sino que nos lo devuelve al presente, actualizando ese
interés al tiempo que actualiza sus coordenadas de lectura. Leyendo las
notas que Eugenia Cabral escribió rememorando la muerte de Juan Larrea
en Córdoba, uno tiene la impresión de que hablamos de un poeta aún vivo.
Ojalá la publicación de esta Vigilia contribuya a mantenerlo así.