Fuera de stock

Ayotzinapa

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Ayotzinapa, horas eternas es una ventana para asomarse al trágico y turbio caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes de una escuela normal rural de México en 2014.

Agotado

Descripción

Una crónica de memoria imprescindible para la historia latinoamericana contemporánea.

Prólogo de Elena Poniatowska (sirve a modo de anticipo): P. 7 a 9

PAULA MÓNACO,
UNA NIÑA MITAD COCODRILO

Era previsible que Paula Mónaco se apasionara por el caso de Ayotzinapa y sus 43
normalistas desaparecidos que ahora todos queremos encontrar. Era previsible porque
a lo largo de 37 años ella nunca dejó de pensar en sus padres, ya que la Junta Militar
argentina se los llevó cuando sólo tenía 25 días de nacida.
Era previsible el fervoroso interés de Paula en el caso no sólo de su desaparición
el 26 de septiembre de 2014 sino el asesinato de tres de sus compañeros, porque tiene
que ver con su propia historia.
En Ayotzinapa tomó entre sus brazos a la recién nacida Melanny, hija del normalista
Israel Caballero Sánchez y de Rocío Lorena, ambos de veinte años, y ese solo gesto la
devolvió a su propia historia.
A Paula la criaron sus abuelos en medio de una familia numerosa. Sus tías Liliana
Felipe y Jesusa Rodríguez, según cuenta esta última, cuando vacacionaban en Villa
María, en Córdoba, paseaban en las playas de arena fina en el Río Tercero y fingían ser
cocodrilos dentro del agua que les llegaba al tobillo. La niña lo disfrutaba —su alegría
siempre ha sido sonora— y luego se perdía entre una ronda de chiquillos de la misma
edad que reían felices y tomaban la vida a manos llenas como si fuera una gran fiesta.
Para Jesusa, Paula es, todavía hoy, una niña mitad cocodrilo.
Era previsible que Paula Mónaco se indignara con la desaparición de los 43 normalistas
—algunos casi de su edad— y abrazara a los padres de familia de los ayotzis
como a ella la abrazaron sus abuelos Esther y Gregorio, que tomaron el lugar de sus
padres.
Era previsible que Paula buscara a los estudiantes vivos, examinara sus fotos, y volviera
a hacerlo sentada al lado de los padres y los hermanos en Ayotzinapa y preguntara
una y otra vez si José Ángel era alto o tenía buen carácter y si Leonel recordaba con
gusto la Costa Chica. Era previsible que quisiera pasar el Año Nuevo con ellos, llevándoles
de comer y repartiéndoles platos de guisado y arroz con una generosidad y una
determinación muy poco comunes. “Tiene que comer, no se deje ir, vamos a encontrarlos”.
Paula, en Argentina, militó en h.i.j.o.s., y desde muy joven ayudó a los familiares a
sobrevivir al dolor.
Era previsible porque apenas tuvo uso de razón, a la hora en que los adolescentes
se encierran sobre sí mismos y se preocupan por el largo de su cabello o por su acné,
Paula encontró a otros jóvenes iguales a ella y se integró a h.i.j.o.s., una asociación de
todas las víctimas que se propusieron quitarle el sueño a la Junta Militar argentina y a
sus colaboradores, parapetados tras los muros de sus casas en Buenos Aires, Mendoza,
Córdoba, Santa Fe, Salta y otras grandes ciudades de Argentina.

En cambio, en México los asesinos siguen libres, y a escasos días de que se cumpla
un año de la desaparición de los normalistas, los peritos revelan para nuestro escándalo
que las “verdades históricas” no son lo que nos quieren hacer creer. La Comisión Interamericana
de Derechos Humanos determinó que los normalistas no fueron quemados
en el basurero de Cocula. Resulta imposible que se redujeran a cenizas en trece o quince
horas de cremación: se habría producido un incendio imposible de no ver. A esto hay
que sumarle la larga lista de errores, omisiones y ocultamiento de evidencias de procuradurías
y policías involucradas en la investigación.
Entre todos, los hijos inventaron el escrache, palabra que viene del lunfardo, el habla
popular de los barrios rioplatenses. En Argentina, en Uruguay y en España, muchos
activistas escogieron el escrache para marcar la casa del militar o del funcionario y responsabilizarlo
ante la opinión pública. Desde 1995, h.i.j.o.s. decidió actuar a la vista de
todos y marcar con pintura roja el domicilio de quienes habían cometido acciones en
contra de hombres y mujeres pensantes, como la joven y bella Esther Felipe y su esposo
Luis Mónaco, que el régimen decidió desaparecer, torturar y matar. Así como los militares
ejercieron una acción directa y persiguieron y asesinaron a argentinos por sus
ideas políticas, así también los hijos se abocaron a exhibir a los militares ante la opinión
pública. “Asesino a dos cuadras”, ponían sobre el nombre de la calle.
Paula resultó una pieza clave en el grupo de h.i.j.o.s. porque, como lo cuenta Jesusa,
“ya a los cuatro años sabía todo de la desaparición de sus padres y manejaba el archivo
mejor que nadie. Cuando el abuelo Gregorio le pedía, por ejemplo, un habeas corpus, sin
vacilar un segundo lo encontraba, ante el asombro de todos”.
Bajo el lema de “Si no hay justicia, hay escrache”, h.i.j.o.s. se preparó durante meses
para denunciar al torturador en el barrio, seguirlo, conocer su rutina y por fin acusarlo y
exponerlo ante la comunidad. Antes del escrache una banda callejera repartía volantes
y folletos que advertían que un sujeto indeseable contaminaba el entorno, ya que entre
ellos vivía un torturador criminal. Lo denunciaban en las casas, en las tienditas cercanas,
en los parques públicos. Muchas veces, gracias al escrache el torturador se iba del
barrio.
Hasta el día de hoy esta organización horizontal sigue en pie y en gran medida son
ellos, los hijos de los desaparecidos y los asesinados, quienes han logrado que se enjuicie
a los torturadores. Gracias a h.i.j.o.s., los verdugos hoy purgan sentencias a perpetuidad
en cárceles para delincuentes comunes.
Que Paula Mónaco decidiera formar su propia familia el día que el responsable de la
muerte de sus padres fuera condenado a prisión perpetua resulta significativo.
En la ciudad de México, doña Rosario Ibarra de Piedra, los h.i.j.o.s. y Jesusa Rodríguez
adoptaron el escrache y marcaron la puerta de madera de la casa en San Jerónimo
Lídice del ex presidente Luis Echeverría Álvarez, a quien Raúl Álvarez Garín y Félix Hernández
Gamundi lograron sentar en el banquillo de los acusados por la masacre del 2
de octubre de 1968.
¿Qué tienen en común Córdoba, Argentina, y Ayotzinapa, Guerrero? Paula, periodista
y luchadora contra la desaparición forzada en nuestro país, se inclinó muy pronto
hacia la crónica de tragedias como el tifón en Filipinas y el encarcelamiento del profesor Patishtán en Chiapas. ¿Qué tienen que ver los normalistas desaparecidos y heridos en
Iguala, hijos de campesinos, migrantes, albañiles, vendedores ambulantes, con jóvenes
argentinos víctimas de la dictadura militar? ¿Qué sueños comparten? ¿Qué fotografías
de infancia? De Paula Mónaco se podría decir que tiene muchos amigos, que le gusta
el teatro, que disfruta ir al cine, tomar mate, bailar, que adora a los perros, le encanta
manejar su coche, ríe a carcajadas, come milanesas, empanadas y alfajores, y es súper
amorosa. Al joven normalista Abel García Hernández le gustaba jugar a las canicas tanto
como Abelardo Vázquez Peniten disfrutó estudiar, hacer la mezcla, acomodar los ladrillos
y preparar los castillos de una construcción al lado de su papá albañil. Adán Abraján
de la Cruz es, al igual que Paula, buen bailador, y Alexander Mora Venancio tenía pasión
por el fútbol. Antonio Santana Maestro gritaba apasionado al ver partidos por televisión
y Benjamín Ascencio Bautista hacía reír a todos con sus ocurrencias. Bernardo
Flores Alcaraz recogía a animales heridos y se las ingeniaba para curarlos, tal como
hace Paula en Coyoacán, donde habita feliz. Carlos Iván Ramírez Villareal trabajaba en
el campo arreando vacas mientras Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, portero de un
equipo de fútbol, disfrutaba bailar los sábados y César Manuel González Hernández
regresaba a casa sin chamarra porque la regalaba y a todos trataba de “usted”. Christian
Alfonso Rodríguez Telumbre zapateaba canciones tradicionales como “El zopilotito” o
“La iguana” y Christian Tomás Colón Garnica, muy aplicado para el estudio, se tapaba
los oídos para seguir concentrándose en su lectura. Paula canta los tangos de Julio Sosa
y la “Lunita tucumana” al igual que el “Nos tienen miedo porque no tenemos miedo”
y “Elotitos tiernos” de su tía Liliana Felipe. Cutberto Ortiz Ramos hacía reír a todos y
Doriam González Parral se la vivía con un lápiz en la mano. Jorge Luis González Parral,
peluquero, un día les cortó el cabello a todos y Everardo Rodríguez Bello a los diez
años estudió música. Paula Mónaco también sabe mucho de música y ha organizado
con maestría los conciertos de su tía Liliana Felipe, la hermana de su madre Esther, en
varias ciudades de Argentina. Podríamos seguir así ad infinitum, pero ahora sólo nos
queda presentar este libro de una chava que sabe cuidar a los demás, jugársela con los
que menos tienen, indignarse por la injusticia y tener dentro del pecho algo que a todos
nos beneficia: un gran corazón.



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